Zeru bat, hamaika bide. Prácticas artísticas en el País Vasco entre 1977 y 2002

Zeru bat, hamaika bide. Prácticas artísticas en el País Vasco entre 1977 y 2002 Imagen: Ibon Aranberri. 'Gaur Egun (This is CNN)', 2002

Desde: Sábado, 08 Febrero 2020

Hasta: Domingo, 12 Febrero 2023

Lugar: Sala A0

El punto de partida de Zeru bat, hamaika bide es 1977, año que da inicio a un periodo de grandes hitos políticos, sociales y culturales. La exposición, cuyo ámbito de estudio se extiende a lo largo de más de dos décadas, concluye en 2002, año de apertura del Museo Artium.

Vinculando prácticas artísticas, manifestaciones culturales y procesos históricos, la muestra aborda, entre otras cuestiones, los procesos de institucionalización que tienen lugar en el periodo, la participación de artistas en la configuración de las políticas culturales, los cruces entre prácticas artísticas y movimientos sociales, la toma de conciencia feminista, o las tensiones entre lo local y lo global en los debates del arte que afloran al final del siglo XX.

Zeru bat, hamaika bide se plantea como una narrativa abierta, inclusiva y en continua construcción, que reúne más de un centenar de obras de arte, documentos y materiales de archivo en las salas del Museo, trazando un recorrido por la pluralidad de manifestaciones surgidas en el cuarto de siglo que abarca el proyecto.

Laino guzien azpitik… eta sasi guztien gainetik.

Con su fórmula de conjuro, la frase de Joxan Artze señalaba en 1973 un campo de acción definido. Lo que quedaba por debajo de todas las nubes y por encima de todas las zarzas era el tardofranquismo. Si se abría más el plano, se hacía evidente que la apertura a destiempo que anunciaba la fase terminal de la dictadura convivía con otro cierre, el de la modernidad y sus proyectos utópicos.

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Los límites y las posibilidades del campo de acción que delimitaba la frase de Artze se revelarían al inicio de la transición a la democracia. Otra frase del poeta, Martxa baten lehen notak, daba título a una canción de Mikel Laboa de 1977, año con el que se inicia esta exposición. La canción recoge la mezcla de entusiasmo e incertidumbre del momento: se asistía a las primeras notas de una marcha que aún no había sido compuesta, y  que no era ni fúnebre ni militar, sino civil. Tras cuatro décadas de silencio, las calles comenzaban a llenarse de gente que marchaba junta con demandas de todo tipo: laborales, feministas, de gays y lesbianas, asociaciones vecinales, ecologistas... Los cambios políticos en respuesta a la presión popular no se hicieron esperar. Ese mismo año, en 1977, precediendo a las primeras elecciones generales, se decretaban la libertad de prensa y la de asociación política.

En medio de un clima general de agitación y violencia, el País Vasco sería uno de los focos de movilización más activos del Estado. La confluencia de factores como el arraigo del sentimiento nacionalista, reprimido durante la dictadura, o las problemáticas derivadas de un modelo industrial en declive contribuyen a explicar el empuje de la movilización. Además de las calles, otros espacios aledaños jugarían un importante papel, señalando la centralidad de la cultura como dinamizadora social: en septiembre de 1977, se celebraba la XXV edición del Festival de Cine de San Sebastián, bautizada como la del «Festival del Pueblo»; en diciembre de ese mismo año, el campus de Leioa de la entonces Universidad de Bilbao acogía las primeras jornadas feministas del País Vasco; en junio de 1978, el campo de fútbol de San Mamés se llenaba con ocasión del festival Bai Euskarari en defensa del euskera.

En el contexto de incertidumbre y posibilidad del inicio de la Transición, el arte se puso al servicio de los  requerimientos de la nueva situación. Los artistas de la Escuela Vasca asumieron la tarea de crear símbolos gráficos para las demandas populares y, a medida que se perfilaba el nuevo marco político-administrativo, para las nuevas instituciones. Sus representaciones también se desplegarían por el territorio. Continuadoras del lenguaje de la abstracción geométrica, las formas escultóricas se engastaron de manera tan exitosa en el paisaje que pronto se leerían como elementos distintivos de lo vasco, mostrando así la eficacia del arte para producir símbolos de identificación colectiva.

La implicación de los artistas durante la Transición en el País Vasco no se limitó a la provisión de imágenes con las que representar nuevas realidades. También participaron activamente en el diseño de las políticas culturales públicas. De ese modo, acometieron la tarea de pensar cómo las formas artísticas pueden articularse dentro del espacio social, cuál es el potencial social y político del arte dentro de un campo de acción limitado.

En un momento de exaltación de la figura del sujeto colectivo, de su representación ubicua como reunión de cuerpos que marchan por las calles, algunas prácticas tomarán vías alternativas, dirigidas a la experimentación silenciosa del estudio o la realización de acciones por parte de un cuerpo femenino, concreto y situado. Las dos se presentarán como versiones posibles de ese campo de acción delimitado por las nubes y las zarzas al que se refería Artze. En la primera versión, la abstracción rigurosa y estructural, profundamente influida por el arte conceptual, de la pintura de Elena Asins. En la segunda, Ejercicios corporales, la serie de acciones que Esther Ferrer grabará en 1975, y que muestra a la artista desnuda moviéndose dentro de una habitación. En los minutos finales, la artista y la cámara se dirigen a la ventana, abriéndose a una vista al cielo y los tejados de París, otra nueva perspectiva de ese campo de acción limitado.

Ilgora

En el poema visual Plenilunio en Fitero, Jorge Oteiza registraba dos momentos del paso de la luna por el cielo en la noche del 10 de junio de 1981. Ese mismo día, el Boletín Oficial del Estado publicaba el «Decreto ley sobre medidas para la reconversión industrial». En los años siguientes, la implementación de esas medidas generaría profundas transformaciones en el territorio. El desmantelamiento de una industria pesada envejecida produciría en el territorio vasco, con especial énfasis en la cuenca del Nervión, un paisaje de ruinas postindustriales. Entonces nuevo y hoy desaparecido, ese paisaje vendría acompañado de altos índices de paro, generalización del desencanto y suelos contaminados.

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A la par que iba implantándose el nuevo modelo económico neoliberal, el mundo caminaba hacia un reordenamiento, certificado con la caída del muro de Berlín en 1989. Con la entrada en lo que fue definido como el periodo postmoderno, se anunciaba el fin de las ideologías. En un mundo sin afueras, la lógica del capitalismo se imponía sobre todas las cosas, cultura incluida. Algunos teóricos avisaban del cambio, señalando la problemática centralidad que la cultura pasaba a ocupar en el nuevo estadio del capitalismo.

Ajena a todo ello, la luna seguía atravesando el cielo y pasando de una fase a otra. En los postmodernos años ochenta, el cuerpo celeste sería una imagen recurrente. Símbolo de lo crepuscular, de la noche y sus brillos, su figura se asociaría a la transgresión subcultural, el hedonismo, la experimentación con las drogas y la mascarada de género. También a la muerte. ‘Luz de los muertos’ es una de las etimologías que se atribuyen al término ilargi, ‘luna’ en euskera. En el País Vasco, junto a la crisis económica, las consecuencias de lo que en los medios de comunicación se conocía como el «conflicto vasco» ensombrecían el paisaje.

A pesar de lo áspero del momento, la situación política se abría a cambios y movimientos. Comenzaban a aplicarse las primeras políticas culturales. Ya que apenas existían infraestructuras, se partiría de lo ya existente. La antigua Escuela de Bellas Artes de Bilbao pasaba a convertirse en Facultad. En un momento marcado por el nihilismo del punk y el relativismo postmoderno, una generación de artistas salidos de esa facultad se planteaba qué hacer, cómo responder a las necesidades del momento histórico desde un proceso creativo individual. Por un lado, recibían la tradición local y, por tanto, propia, que encarnaban la obra y la figura modernas de Oteiza, ambas poderosas y magnéticas. Por otro, estaban las corrientes internacionales, no por lejanas y cosmopolitas menos propias, poderosas y magnéticas.

Entre la melancolía y el distanciamiento irónico, entre el deseo de pertenecer y la necesidad de distanciarse, estos artistas contestarían desde el medio escultórico a la tradición recibida. En 1983, se fundaba en Bilbao EAE, Euskal Artisten Elkartea —y, en Vitoria-Gasteiz, AAdA, Asociación Alavesa de Artistas. EAE, Asociación de Artistas Vascos, reunía a un grupo de artistas bajo un nombre que evidenciaba la influencia de la Escuela Vasca, así como su voluntad de insertarse en lo social. En un momento de vuelta a los estudios y de florecimiento del mercado —en 1982 se fundaba la feria madrileña ARCO—, EAE tomaba los gestos y maneras del activismo político para aplicarlos al contexto del arte y reclamar la implicación de los representantes públicos en las políticas culturales. El grupo se disolvería en 1985. Ese mismo año, la exposición Mitos y delitos daba pie a la etiqueta «Nueva Escultura Vasca», un nombre con el que no todos llegarían a identificarse.

El compromiso de los artistas tomó en esos años otras formas, además de la acción colectiva. Algunos de ellos dirigían salas, organizaban exposiciones de otros artistas y escribían sobre arte. Ante la falta de estructuras y figuras que mediaran y reflexionaran sobre el trabajo de los artistas, eran ellos mismos quienes asumían la tarea. Esta actitud serviría de modelo para la generación inmediatamente posterior, crecida ya en los modos subculturales de la autogestión.

A mediados de los años ochenta, asuntos que hasta entonces habían quedado fuera del debate público cobraban centralidad. El VIH, un virus que se transmitía a través de la sangre y por contacto sexual, provocaba una epidemia global, desatando la que se conocería como la crisis del SIDA. En el imaginario colectivo, la enfermedad iría unida a prácticas clandestinas, nocturnas. Prácticas que trasladaban al terreno del cuerpo algunos rasgos asociados al arte de las primeras vanguardias: la experimentación, la transgresión y la ruptura con las normas establecidas. Más allá de las historias privadas y personales, fueron pocos los encuentros y cruces entre la enfermedad y el arte. Uno de ellos —Carrying de Pepe Espaliú, la acción colectiva realizada en las calles de San Sebastián en septiembre de 1992— colocaba el «cuerpo enfermo» en el centro de la discusión, y mostraba el potencial del arte para responder a las urgencias de su momento histórico.

Lur azpiko urak, ur azpiko lurrak

El agua bajo la tierra, la tierra bajo el agua. El lenguaje permite jugar con los significados de las cosas, alterarlos y crear nuevos sentidos. Poner el mundo al revés. Invertir el orden. Cambiar lo que se ve.

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Una serie fotográfica de principios de los años noventa. Muestra a una joven en pijama y con la cabeza afeitada, que mira en el interior de una nevera. En Variations sur la même t’aime (1991-1992) de Itziar Okariz, la cabeza se presenta como la Tierra, el pelo como los continentes y la piel como los océanos. El pelo como figura, la piel como fondo y la cabeza como escultura.

Las obras de arte operan con el lenguaje y son por ello actos de cultura. En tanto que tales, producen desorden. Las discontinuidades que generan tienen sin embargo la rara cualidad de no rebasar el terreno de lo simbólico, de mantenerse al margen del discurrir general y no imponer nuevos órdenes. Son representaciones críticas que antes no estaban ahí.

En los mismos años en los que la obra de Okariz ofrecía su particular versión de superposición de fondo y figura, toda una serie de rápidas y profundas transformaciones que alterarían la forma del mundo estaban en estado incipiente. Se asistía a una aceleración de los cambios. Las nuevas tecnologías permitían conectar todos los puntos del planeta. Aunque el acceso a las tecnologías no se había generalizado, Internet dibujaba ya un territorio virtual cuyos contornos parecían ampliarse inde finidamente. Y, a la par que el espacio digital se ensanchaba, el territorio físico parecía comprimirse.
Todo cada vez más rápido y cada vez más cerca, los procesos de globalización desdibujaban las particularidades locales. También posibilitaban el encuentro entre gentes hasta entonces distintas y distantes. En un mundo globalizado, la traducción cultural se presentaba como una necesidad.

En la era del capitalismo global —también llamado postindustrial, avanzado, cognitivo, financiero…—, hacían su aparición conceptos como deslocalización, tercerización o precariedad. Los modos de trabajar de los artistas también estaban cambiando. Lo hacía igualmente su espacio de trabajo. Un estudio cabía en un cuaderno o un ordenador. Estaba allí donde estuvieran los artistas.

En esos años, se asistiría a una proliferación de nuevos museos y centros de arte. Algunos de ellos responderían de manera directa a las nuevas necesidades de los artistas. Ejemplo de ello será Arteleku, experimento singular y lugar de intercambio. Un intercambio que se daría entre la práctica y el discurso, pero, sobre todo, entre los artistas. Así, los talleres del centro de arte donostiarra posibilitarían el encuentro de artistas locales y de otros lugares. También de artistas de distintas generaciones.

Tal como demostrara la Nueva Escultura Vasca en los años ochenta, para ser productivo, el diálogo entre una generación y la anterior debe pivotar necesariamente entre la identificación y la contestación. Uno de los elementos de ruptura de la generación de los años noventa será la presencia de artistas mujeres que trabajarán desde una conciencia explícitamente feminista. El marco teórico del feminismo y la subcultura y sus herramientas —apropiación, economía de medios, DIY…— serán referencias clave en la construcción de las prácticas de estas artistas. También de sus compañeros de generación.

Pero, sin duda, el gran elemento de discontinuidad de esos años serán los procesos de globalización. En el contexto vasco, las tensiones entre lo global y lo local estarán ejemplificadas por la inauguración del museo Guggenheim Bilbao en 1997, símbolo del «efecto Bilbao» y de un nuevo modelo de ciudad. El edificio será uno de los nuevos elementos que irrumpieron en el paisaje y contribuyeron a acelerar los procesos de transformación generados por la globalización.

En un momento en el que aumentaban las tendencias a la homogeneización, así como la ansiedad ante la desaparición de los signos asociados a lo local, los artistas emplearían esos mismos signos como materia de trabajo. Ante un paisaje en mutación y un suelo cada vez más inestable, las obras de arte se mostrarían como medios eficaces para explorar las tensiones y las incertidumbres del cambio de siglo. Para producir desórdenes y discontinuidades. Representar críticamente la realidad. Fracturar el orden. Colocarse fuera. Hacerlo desde la operación lingüística. Lur azpiko urak, ur azpiko lurrak. Aguas subterráneas, tierras sumergidas.

 

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Comisariado: Xabier Arakistain, Miren Jaio, Elena Roseras, Beatriz Herráez
Coordinación del proyecto: Daniel Eguskiza. Diseño : Gorka Eizagirre

Inauguración: viernes 7 de febrero, 19:30 horas

Además de obras que pertenecen a la colección del Museo, esta exposición incorpora depósitos, donaciones y adquisiciones que han entrado a formar parte de los fondos de la institución en el último año, así como un significativo grupo de obras procedentes del certamen Gure Artea, impulsado por el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco.
Asimismo, la muestra reúne obras y archivos procedentes de particulares y de instituciones como Kutxa Fundazioa, Fundación Sancho el Sabio (Fundación Vital Fundazioa), Filmoteca Vasca, Fundación-Museo Jorge Oteiza, Artxibo Arteleku / Diputación Foral de Gipuzkoa, ASAC - Archivio Storico delle Arti Contemporanee (Fondazione La Biennale di Venezia), Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y Centro de Documentación de Mujeres «Maite Albiz».

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